Cuando era niño, sin duda jugué a muchas cosas. En realidad me acuerdo de pocas, pero muy satisfactorias. Por ejemplo, me gustaba explorar la naturaleza, arriesgarme, correr, brincar y trepar por donde pudiera, árboles, riscos, capturar bichos, en fin. Eran pocos los juegos de equipo, juegos deportivos o juegos de mesa que practicaba, es que no me gustaba mucho la competencia. No la encontraba divertida.
Sin embargo, al ser parte de una familia y convivir con amigos, me tuve que enseñar a participar más, me involucraron en ellos y en su mecánica, pero para mi gusto, la diversión duraba muy poco: hasta que alguien perdía. Y es que eran más los conflictos y el tiempo que se perdía por la discusión entre ganador y perdedor, que el gozo en sí de jugar. Surgen peleas para establecer si la derrota fue genuina y apegada a las reglas, o si fue una injusticia… una trampa.
Desde niño, aprender a “saber perder” es importante, pero para mí era más importante no jugar un juego en el que era más importante ganar que divertirse. Porque cuando alguien pierde, automáticamente se le saca o relega y eso me parecía injusto… aún si era yo quien ganaba. Pensaba que si “lo importante no es ganar”, pues entonces nadie deberíamos perder ni ser apartado en un juego, que a fin de cuentas sólo es eso, un simple juego.
Recuerdo en particular “el juego de las sillas”, es un gran ejemplo de lo que sentía cuando jugaba siendo niño. En este juego, un grupo de personas, caminan o bailan alrededor de una hilera de sillas cuyo número es inferior en 1 al de los participantes. Las sillas se acomodan una al revés de la otra, y cuando la música se detiene, todos tienen que encontrar una silla desocupada y en posición para sentarse, y quien no encuentra, pierde y debe salir del ritual. El número de sillas va disminuyendo con cada perdedor, hasta que sólo quedan dos participantes y una silla. Al final, sólo uno gana.
A mí la tristeza me invadía igual cuando ganaba que cuando perdía, me ponía mal ese juego. Sentía tristeza cuando yo perdía – frecuentemente- pues la diversión duraba muy poco y cuando por fin ganaba, no disfrutaba la victoria al ver tantos descartados. Pensaba que así no tenía sentido jugar y me decía a mi mismo: “Ojalá hubieran sillas para todos… que estuvieran todas sujetas al piso y que nadie nos las pudiera quitar”.
Se pierde en este juego por muchas razones: porque no avanzas rápido por la lentitud de los que van adelante, porque te toma por sorpresa el fin de la melodía, porque te empuja otro para sentarse en la que iba a ser tu silla, porque te sientas encima de uno que fue más rápido que tú, porque había mucha distancia entre tú y la silla disponible, porque estabas distraído, o porque simplemente estabas disfrutando del juego y alguien fue mejor que tú.
Pero así como muchos factores fuera de mi control influyeron para que yo perdiera, también hubo los que fuera de mi control me ayudaron a ganar, “mera suerte” -diría yo-. Entonces, no siempre estuvo –ni está- en mis manos ganar o perder.
Vino a mi mente este “juego de las sillas”, por la proximidad de la Navidad. Y es que la Navidad me parece un tiempo algo cruel de parte nuestra para con los demás. Es esta temporada la sociedad de polariza entre ganadores “evidentes y con suerte” y de descartados “invisibles y sin suerte”.
El estándar de lo que creemos es una “gran fiesta Navideña” ha sido manipulado por los medios de comunicación y por los bolsillos, de los que en esta temporada “tienen mucha suerte” para consumir –buen trabajo, buen sueldo, prestaciones, aguinaldos, compensaciones, bonos, ahorros, etc.-. En Navidad, prácticamente se deja de lado a aquellos que no tienen el poder económico para “seguirle el paso” a la mercadotecnia con su superficial idea –o plan- de lo que para ella y muchos, es la Navidad: DINERO.
Aquellos que no pueden entrar en las insensibles mecánicas de preparar banquetes y comprar regalos para “todos” –y para uno mismo, claro-, se ven automáticamente relegados y descartados por el ritmo de la economía y sus condiciones, que los “sacan del juego” sin poder tener una Navidad como el mundo lo dicta.
Pero en esta Navidad, como ha sido desde un principio, Dios nos tiene preparada una verdadera Buena Noticia, que aunque muchos ya conocemos, aún así no parece ser suficiente. Sin embargo, esta Navidad, yo te tengo preparada también otra buena noticia: la Navidad no es como nos la plantea la mercadotecnia ni nuestros deseos. Por eso, si te consideras uno de tantos “descartados” por el “juego” de esta vida, quiero decirte que para Dios no funcionan así las cosas, y que la verdadera Navidad, el festejo auténtico de esta venida de su Hijo, está pensada y preparada especialmente para el alcance de aquellos pobres “descartados”, que sufren por las adversas condiciones del mundo y del egoísta festejo de esta otra Navidad. Porque en la Navidad de verdad, a Dios no le gusta que nadie se quede fuera.
Y es precisamente en este festejo claro y sencillo de la verdadera Navidad, donde se experimenta realmente el gozo y la plenitud por el nacimiento de nuestro Salvador. Así, una navidad sin poseer cosas, donde el único bien es el amor. Tal como la de Jesús.
En la Navidad verdadera, festejamos a aquel que ha venido a enseñarnos con el ejemplo, cómo la vida no se trata de ganar premios, ni de sacar a nadie del juego. Se trata de divertirnos sin que nadie pierda. A Jesús le gusta que todos ganemos y que nuestra competencia no tenga como resultado sacar a nadie por ninguna razón, todo lo contrario, le gusta que nuestra competencia sea para ser mejores que uno mismo. Y sólo el ser inclusivos realmente nos hace ganadores ante él, sobre todo en su Navidad.
Lo raro es que en este duro juego de “a ver quién compra más en navidad” ni aquellos que festejan con muchos regalos, compras, comilonas e intercambios, terminan realmente felices y satisfechos… por más que lo aparenten. Este “jueguito” es peor aún que “el juego de las sillas”, porque en este nadie termina feliz.
¿Entonces, quiénes realmente ganan con este modo vano y superficial de festejar la Navidad? Creo que todos perdemos, más bien. Los que necesitamos, porque no nos alcanza, y los que alcanzan porque no era lo que necesitaban. Al final, después de descartar a tanta gente en Navidad, ni los que “alcanzan silla” se sienten felices de haber ganado el juego.
Por eso, yo quisiera que esta Navidad fuera como el juego de las sillas que jugábamos cuando niños. Pero que hubieran sillas para todos… que estuvieran todas sujetas al piso y que nadie nos las pudiera quitar.
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