sábado, 1 de mayo de 2010
ÚLTIMA VOLUNTAD DE UN CONDENADO A MUERTE
Mi padre murió hace algunos años. Infinidad de veces enfermó de gravedad y tuve la gracia de acompañarlo casi en todas, en lo que parecía -en ese momento- su lecho de muerte. Además del insoportable dolor, el patrón que siempre se repetía era el mismo: siempre me pedía que cuidara a mi madre y a mis hermanos. Por alguna razón me confiaba a mí su más grande tesoro y su más grande preocupación: su propia familia. Nunca hablamos de herencias materiales, ni de otros asuntos que para él fueran más importantes que eso; siempre se preocupó por el destino de sus seres amados y de asegurarse de que alguien continuara lo suyo cuando él ya no estuviera más con nosotros. Cuando finalmente Dios lo llamó a su presencia, no tuvo oportunidad de recordarme mi misión por última vez pues llevaba días en estado inconsciente... pero ya no tuvo que hacerlo. No hay nada más hermoso para un padre, que ver como sus hijos se hacen cargo de sus hijos.
Es por eso que esta escena en la que Jesús se despide de sus discípulos para cumplir con su destino me conmueve y me resulta de lo más humana.
Jesús, consciente de que pronto había de llegar la hora de su muerte, nos deja un mandamiento nuevo: el amor. Parece que nadie antes de él, nos lo había mandado. Y no sólo nos manda a amarnos, sino a hacerlo como él nos ama, mejor aún. Preocupado por nosotros nos manda amarnos, para así poder partir a completar su misión.
Que nos amaramos fue y sigue siendo su principal objetivo, creo que se fue preocupado, pues sabiendo lo que le deparaba al hijo de Dios, se imaginaba como nos iría entre nosotros, sin él.
Es el amor el motivo por el cual tenemos vida: somos el resultado del amor de Dios, y lo prueba el que nos hizo a imagen y semejanza suya, y esa similitud es la firma o el ADN con el que Dios nos reconoce como sus hijos. Y es por eso que la única razón por la cual deberíamos vivir es amar; lo demuestra la enorme –casi infinita- capacidad de amar con la que Dios habilitó al ser humano, rasgo que también nos identifica con Dios y que a veces poco usamos. Pero para entender cómo amar y poder amar como él, necesitábamos que nos enseñara. A eso vino Jesús. Todas sus palabras, sus pasos, sus milagros, sus oraciones, sus gestos e incluso sus silencios, fueron muestras. Muestras de cómo sí es posible dar la vida por los demás.
Su táctica fue poner el ejemplo y demostrarnos como amar en su grado máximo: entregar la vida propia más que para salvar a todos los hombres, para enseñarles a ser felices.
Pero para que hoy en día los demás crean en el sacrificio de amor de Jesús a veces tan rebuscado, tienen que verlo en nosotros mismos. Ese amor que tú y yo reflejemos a los demás, les ha de demostrar en una pequeña medida el amor que Dios tiene por sus hijos, el amor que llevó a Jesús a morir a consecuencia de decirnos cómo hemos de proceder. De amar también a aquellos que nos odian, ofenden, oprimen o persiguen. Ésa es la señal por la cual los demás han de ver, creer y aceptar la salvación en Jesús: que nos amemos verdaderamente los unos a los otros.
Para aquellos que nos consideramos discípulos de Jesús, debemos seguir aprendiendo de Jesús todos los días: caminar con él, celebrar con él y vivir con él.
Judas decidió excluirse de aquel aprendizaje, de esa forma de vida. No era ya “estudiante” ni amigo de Jesús, por eso salió del cenáculo para poco después entregarlo a su muerte. Ojalá Judas se hubiera quedado un poco más con los discípulos en el cenáculo en esa noche, para poder así escuchar la última voluntad de Jesús. Quien sabe, a lo mejor la historia –por lo menos para él- habría sido distinta...
Del Evangelio de Juan 13, 31-33a. 34-35.
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Caminar con Él, celebrar con Él, vivir con Él... Que así sea.
ResponderEliminarGracias por la reflexión, Dios les bendiga.