jueves, 9 de septiembre de 2010

¿QUE CLASE DE HIJO SOY?

Del Evangelio de Lucas, 15, 11-32.
Sin duda la parábola conocida como del "hijo pródigo", es de las más difíciles no sólo de entender sino de aceptar. Muy polémica, pues en ella Jesús nos presenta a Dios en la figura de un Padre, que parece tener preferencias o criterios disparejos con los hijos que hacen lo que les viene en gana. Sin embargo, lo conveniente o no de esta manera divina de proceder del Padre, depende de con cual de los dos hijos me identifico. Cada vez que la leo o que la mencionan, generalmente me sitúo en el papel del hijo fiel, aquel que siempre ha servido a su Padre y que no ha tenido ni siquiera un mugroso cabrito para comérselo con sus pocos amigos. Claro que a los que se identifican con el hijo despilfarrador, seguro les reconforta saber que antes que el rechazo del Padre, les espera casi un premio sólo por regresar en harapos y sin un centavo. Y digo que los premia sólo por regresar, porque nunca menciona la parábola, que el hijo pródigo se arrepintió, más bien el hambre lo orilló a regresar y no el amor por su Padre.

Sin embargo, por parte del Padre, no hay reproches e incluso sale a su encuentro apenas lo divisa. Para mí, en un principio era una encrucijada con sólo dos veredas, sentirse el hijo fiel o sentirse el otro.

Pero ¿Por qué no concentrarme ahora en el papel del Padre? Creo que para mí -y para Dios- no hay provecho en sentirme bueno ni malo, en cambio sí hay provecho en perdonar, olvidar y celebrar, como lo hizo el Padre. Y así en este mismo orden.

Porque si me sitúo en el lugar del hijo bueno, también caigo en el error de creerme bueno, y llego a pensar que servirlo fielmente me da derecho a exigirle algo, pero sólo cuando veo que a otro se lo dio. Y lo que en realidad era un regalo, para mí parecía un premio.

Verás, yo considero que Dios es el dueño de todo. Y a quien hizo y posee todo, no se le puede decir qué hacer con lo que siempre ha sido suyo. Porque él es el dueño y a mí en realidad nada me pertenece -aunque él diga que lo suyo también es mío-.

Tratar de hallar lógica en el proceder de Dios, o en su concepto de justicia, no me convierte en un malagradecido, es en parte porque quiero entenderlo, complacerlo y de paso, sentir que lo estaba haciendo bien. Lo malo es que trato de entender su justicia pero no su misericordia, eso es porque me siento el hijo bueno y creo que no la necesito.

Pero antes de echar a perder la fidelidad y el servicio que le he dado a mi Padre -con reclamos y exigencias- primero debo saber y aceptar lo que realmente espera de mí como hijo. Creo que Dios quisiera que yo estuviera más contento, sin importar como trata a los demás, a fin de cuentas me ama, aunque no me haga fiesta.

Porque viéndolo bien, Dios parece disparejo pero no es así, es sólo que todos somos muy distintos, y hay personas que fácil entienden la diferencia entre el bien y el mal –los que entienden- y hay otras que cometen muchos errores a fin de medio comprender la importancia de portarse bien –los que necesitan entender-. Por eso, Dios espera que los hijos que le son fieles, valoren que estar junto a él y servirle es en sí la retribución que exigen. No existe mejor retribución por mi servicio, que tenerlo como Padre. No es la herencia, los anillos, las vestiduras, ni tampoco un mugroso cabrito o un rechoncho ternero... el verdadero premio, paga o reconocimiento es permanecer a su lado.

Que el hijo despilfarrador haya tenido que cometer tantos errores, para darse cuenta de lo que el otro siempre supo, ya es motivo de desventaja y compasión. El hijo fiel nunca habría sido tan tonto como para arriesgar su vida, la seguridad y la tranquilidad que le brindaba trabajar para su Padre. Por eso el hijo fiel siempre fue más afortunado, porque supo desde un principio lo que estaba bien y lo llevaba a cabo. Aunque todo eso le pesó al ver feliz a su Padre por la llegada de su hermano. En cambio, el hijo pródigo, aún con el recibimiento y la fiesta que le hizo su papá, quizá no haya aprendido la lección. Pero eso ya no debe preocuparme, lo importante es que está en casa, que mi Padre está feliz y que debo unirme al festejo.

¿Cuántas personas han tenido que equivocarse años para aprender una sencilla lección? No importa lo mucho que padres, hermanos y amigos, le hayan enseñado el camino o le hayan advertido de los peligros del mundo.

¿Cuántos hay todavía por ahí, lejos o no tan lejos, cometiendo por años errores tan graves? ¿Cuándo llegará el día en que aunque sea por hambre, regresen esos hijos con sus padres y los hagan felices? O peor aún ¿Cuántos hijos han muerto sin haber vuelto con sus padres?

Todos nos equivocamos, somos humanos necios e imperfectos y Jesús en esta parábola, nos enseña cómo un Buen Padre siempre velará por aquellos hijos que no pueden, no les gusta o no quieren aprender ni de la experiencia de los demás, ni de los errores de los demás. Y como todos en cualquier momento de nuestras vidas, podemos echarlo todo a perder, por eso hoy no me conviene inconformarme por esa ventaja que Dios les da a los que se van de casa. Quizá un día también necesite que me divise y salga a mi encuentro.

Porque ¿Quién dice que el día de mañana yo no seré uno de esos "hijos suyos", que despilfarró la parte de su herencia en mujerzuelas y otros placeres? Y si pasa, me sentiré reconfortado por esa reacción habitual de mi Padre -que antes me parecía tan injusta-, y gustoso me vestiré y me comeré todo lo que me dé cuando por fin regrese a su casa.

Por eso, de ahora en adelante, me será más útil olvidarme de situarme en el lugar de algún hijo, y enfocarme en aceptar el proceder del Padre. Porque sólo si entendiendo el amor de mi Padre, podré ser un mejor hijo.

Antes me preguntaba: ¿Qué clase de hijo soy?
Ahora me pregunto: ¿Qué clase de hijo quiero ser?

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