Un día me encontraba en mi auto fuera de un lujoso café. Noté que un adolescente se acercaba tímidamente a los comensales que se encontraban dentro del mismo. Poniendo un poco más de atención me di cuenta que trataba de vender unos bolsos para mujer hechos a mano, no eran feos. Eran de un material rústico y de colores bastante vistosos. Y digo “trataba” de vender porque desgraciadamente no había tenido suerte en vender ninguna. Al contrario, la gente parecía molesta porque aquel chico interrumpía sus románticos momentos “tratando” de lograr una venta. En algunos incluso se notaba una mirada de desprecio hacia él.
Al salir del lugar se sentó en el arroyo de la banqueta y se puso a llorar. Tenía más o menos unos 12 o 13 años y la verdad, me pareció raro ver a un muchacho llorar así, sentí en ese momento un impulso por ir con él y hablarle, pero me contuve, era ya noche pues pasaban de las 23 hrs. Me dije: -¿qué pensarán los demás si me ven acercarme a este chico de noche?”-. Para nadie es un secreto que abunda la inseguridad, los secuestros y los abusos o favores sexuales a menores perpetrados por un adulto... como yo, como cualquiera, como tantos. De pronto, el muchacho cruzó la avenida hacia el supermercado que se encuentra frente a este café. Con mucho miedo y falta de experiencia en las ventas, se acercó aún llorando, a suplicarle a una señora que entraba al supermercado muy apurada. Tan apurada que, al momento en que el muchacho se acercó a “tratar” de vender, la señora, ya molesta, se detuvo a escucharlo. Yo, me acerqué para ver más de cerca, pero no por morbo, sino por esperanza, la esperanza de que alguien más ayudara a este chico. Mi sorpresa fue grande, pues la señora al verlo suplicarle, llorando, que le comprara una bolsa le dijo: -No llores, ¿qué no eres hombrecito?, No tengo dinero para comprarte tu bolsa pero llorando no vas a solucionar nada; sé hombre y sigue intentándolo que alguien te va a comprar-. Pero era evidente que la señora tenía dinero.
Al escucharla, me di cuenta que esta mujer inhumana tuvo razón sólo en una cosa, al decirle -alguien te va a comprar- y fue ahí donde entendí que tenía que ser yo quien le comprara un bolso. Entonces bajé del auto y me acerqué a él mientras seguía llorando por las insensibles palabras de aquella señora. Hablé con él, le pregunté su nombre –que por cierto olvidé- y traté de consolarlo. Me dijo que estaba estudiando la secundaria, su madre había enviudado hace poco quedándose al cargo de otros dos hijos gemelos y más pequeños. Su madre hacía esos bolsos para ayudarse con los gastos de la casa y para los estudios de su hijo mayor.
Es por eso que tenía que “tratar” de vender sus bolsos a altas horas de la noche lejos de su hogar, porque estudiaba por las tardes. Y no había vendido ninguna, así que quise darle el valor del bolso sin llevármelo pero no aceptó, así que tuve que tomar el bolso y me ofrecí además llevarlo a su casa. Aquel día yo ya no pude comprar lo que necesitaba porque me quedé sin dinero, pero no me importó. La vida no quedó resuelta para ese chico, pero al menos esa noche vendió un bolso, llegó en coche a su casa y quizá durmió más tranquilo.
Recordé lo anterior, gracias la famosa parábola del “buen samaritano” (Lucas 10, 25-37) que escucharemos este domingo en el evangelio. Habla Jesús de no ser simples espectadores de los problemas o desgracias de los demás, sea cual sea nuestra condición. Curiosamente, en esta parábola los hombres que pasan de largo sin ayudar al desgraciado que acaban de asaltar, son aquellos que por su jerarquía religiosa o política deberían estar más cerca de los miserables. Sin embargo, el que se detuvo fue una persona repudiada y despreciada por otros incluso por los de su mismo pueblo, por su misma gente. Me parece extraordinario que fuera él quien se detiene a, no sólo dar los primeros auxilios sino que, además lo lleva a un lugar seguro, se encarga de todos sus gastos y, además se ofrece a pagar más si es necesario, a su regreso. Es decir, gasta su propio dinero en alguien que ni siquiera supo que le pasó. Y lo hizo sin esperar retribuciones, honores, es más, ni siquiera esperaba las gracias pues quedó inconsciente, pero eso sí... prometió regresar.
¿Cuántos de nosotros pasamos de largo al ver a uno o muchos de éstos necesitados? ¿Cuántos somos sólo espectadores del triste espectáculo de la miseria humana, que no actuamos por simple comodidad, egoísmo o corrupción?
Otros, como esta señora, además de verlo desgraciado, lo regaña y le da sermones, como si uno “comiera” de sermones o como si se pudiera pagar la luz o el gas con la palabrería de un fariseo. Jesús nos pide ir más allá, más allá de lo que creemos es justo.
Nos llama a ser MISERICORDIOSOS, y desde mi punto de vista, aquel cristiano -o no cristiano- que no es capaz de gastar su dinero en uno de sus hermanos necesitados, NO AMA A DIOS.
Hay muchos que “recaudan” dinero o recursos para ayudar a los pobres, pero nunca sale un centavo de sus bolsillos, eso es hipocresía y falta de fe. Así de simple.
Al samaritano la misericordia le costó TIEMPO –porque se detuvo-, ESFUERZO–porque lo vendó y curó- y DINERO –porque pagó su atención médica y su posada-.
La caridad y la misericordia a la que estamos llamados por Jesús, debe implicar nuestro tiempo, nuestro dinero y nuestro esfuerzo, no sólo uno de ellos o el de los demás. Para Dios, es misericordioso sólo aquel que se detiene, cura y gasta de su propio dinero en el necesitado, no importando si es justo, no importando quien sea el desafortunado y no importando el pasar desapercibido.
¿Cuándo dejaremos entonces de “tratar” y empezaremos a AMAR?
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